Por Helbert Hubbard
Introducción
Esta pequeña narración, “Un Mensaje a
García”, fue escrita en una sola hora, por la tarde después de la comida, el 22
de febrero de 1899.
La inspiración brotó al calor de la
discusión, mientras bebía una taza de té con mi hijo Bert, quien sostenía que
el verdadero héroe de la Guerra de Cuba había sido Rowan, quien, por sí solo,
había realizado la más importante hazaña: había llevado El Mensaje a Garcia.
Fue una idea inspiradora. Mi hijo
tenía razón, porque efectivamente había sido un verdadero héroe el realizador
de aquella hazaña, el haber llevado el mensaje a García. Me levanté y escribí
el relato.
Tan poco
importante me pareció el artículo así realizado, que lo publiqué sin título.
Salió la edición y en breve vinieron peticiones por mayor número de ejemplares:
una docena, cincuenta, cien. Cuando la Compañía de Noticias Americanas pidió
mil ejemplares, pregunté a mis ayudantes cuál era el artículo que había
conmovido en tal forma al público. Era el artículo sobre García.
Al día siguiente George H. Daniels,
del Ferrocarril Central de Nueva York, nos mandó el siguiente telegrama:
“Coticen precio, cien mil ejemplares, artículo Rowan, forma folleto, con un
anuncio del Empire State Express al final y digan qué fecha pueden
entregarlos”.
Contesté dando el precio y añadí que
entregaríamos los folletos en dos años. Nuestros talleres eran entonces muy
pequeños y cien mil folletos nos parecían una enormidad.
El resultado fue que autoricé al
señor Daniels para que reimprimiera el artículo como quisiera. Así fue que se
imprimió un millón de ejemplares, en forma de folleto.
Por dos o tres veces más los
reprodujo el señor Daniels, en cantidades de medio millón y más de doscientos
periódicos y revistas lo reprodujeron también. Posteriormente fue traducido a
todas las lenguas.
Cuando el Señor Daniels distribuía el
“Mensaje a García”, estaba aquí el Príncipe Hilakoff, Director de los
Ferrocarriles de Rusia. Era huésped del Ferrocarril Central de Nueva York y el
señor Daniels lo acompañó en su viaje a través del país. El príncipe vio el
artículo y se interesó por él, probablemente no por otra cosa que por estarlo
distribuyendo en tan grande escala el señor Daniels. Cuando regresó a su país
lo hizo traducir al ruso y dio un ejemplar a cada empleado de los ferrocarriles
de Rusia.
Otros
países siguieron el ejemplo y de Rusia pasó a Alemania, a Francia, a España, a
Turquía, al Indostán y China.
Durante
la guerra entre Rusia y el Japón, cada soldado llevaba consigo un ejemplar del
“Mensaje a García”. Los japoneses encontraron estos folletos en manos de los
prisioneros y, pensando que tenían algún mérito, los tradujeron al japonés. Y
por orden del Mikado se dio un ejemplar a cada empleado del gobierno japonés, civil
o militar.
“Un
Mensaje a García” ha sido impreso, pues, en más de cuarenta millones de
ejemplares, suma que jamás ha alcanzado publicación alguna, quizá gracias a una
serie de incidentes afortunados.
Un Mensaje a García
Hay en la
historia de Cuba un hombre que destaca en mi memoria como Marte en Perihelio.
Al
estallar la guerra entre los Estados Unidos y España, era necesario entenderse
con toda rapidez con el jefe de los revolucionarios de Cuba.
En
aquellos momentos, este jefe, el general García, estaba emboscado en las
espesuras de las montañas, nadie sabía dónde. Ninguna comunicación le podía
llegar ni por correo ni por telégrafo. No obstante, era preciso que el
presidente de los Estados Unidos se comunicara con él. ¿Que debía hacerse?
Alguien
aconsejo al Presidente: “Conozco a un tal Rowan, que, si es posible encontrar a
García, lo encontrará”.
Buscaron
a Rowan y le entregaron la carta para García. Rowan tomó la carta y la guardó
en una bolsa impermeable, sobre su pecho, cerca del corazón.
Después
de cuatro días de navegación dejó la pequeña canoa que le había conducido a la
costa de Cuba. Desapareció por entre los juncales y después de tres semanas se
presentó al otro lado de la isla; había atravesado a pie un país hostil y había
cumplido su misión de entregar a García el mensaje del que era portador.
No es el
objeto de este artículo narrar detalladamente el episodio que he descrito a
grandes rasgos. Lo 



que quiero hacer notar es lo
siguiente: McKinly le dio a Rowan una carta para que la entregara a García, y
Rowan no preguntó: “¿En dónde lo encuentro?”





Verdaderamente
aquí hay un hombre que debe ser inmortalizado en bronce y su estatua colocada
en todos los colegios del país.
Porque no
es erudición lo que necesita la juventud, ni enseñanza de tal o cual cosa, sino
la inculcación del amor al deber, de la fidelidad a la confianza que en ella se
deposita, del obrar con prontitud, del concentrar todas sus energías; hacer
bien lo que se tiene que hacer. “Llevar un Mensaje a García”.
Todo
hombre que ha tratado de llevar a cabo una empresa para la que necesita la
ayuda de otros, se ha quedado frecuentemente sorprendido por la estupidez de la
generalidad de los hombres, por su incapacidad o falta de voluntad para
concentrar sus facultades en una idea y ejecutarla.
Ayuda
torpe, craso descuido, despreciable indiferencia y apatía por el cumplimiento
de sus deberes ha sido siempre la rutina. Así, ningún hombre sale adelante, ni
se logra ningún éxito si no es con amenazas y sobornando de cualquier otra
manera a aquellos cuya ayuda es necesaria.
Lector
amigo, tú mismo puedes hacer la prueba.
Te
supongo muy tranquilo, sentado en tu despacho y a tú alrededor seis empleados
dispuestos todos a servirte. Llama a uno de ellos y hazle este encargo: “Busque,
por favor, la enciclopedia y hágame un breve memorando acerca de la vida de
Correggio”.
¿Esperas
que tu empleado con toda calma te conteste: “Si, señor”, y vaya tranquilamente
a poner manos a la obra?
¡Desde
luego que no! Abrirá desmesuradamente los ojos, te mirara sorprendido y te
dirigirá una o más de las siguientes preguntas:
¿Quién
fue Correggio?
¿Cuál
enciclopedia?
¿Eso me
corresponde a mí?
Usted
quiere decir Bismarck, ¿no es así?
¿No sería
mejor que lo hiciera Carlos?
¿Murió
ya?
¿No sería
mejor que le trajera el libro para que usted mismo lo buscara?
¿Para qué
lo quiere usted saber?
Apuesto
diez contra uno, a que después de haber contestado a tales preguntas y
explicado cómo hallar la información que deseas y para qué la quieres, tu dependiente
se marchará confuso e irá a solicitar la ayuda de sus compañeros para
“encontrar a García”. Y todavía regresará después para decirte que no existe
tal hombre. Puedo, por excepción, perder la apuesta; pero en la generalidad de
los casos, tengo muchas probabilidades de ganarla.
Si
conoces la ineptitud de tus empleados, no te molestarás en explicar a tu
“ayudante”, que Correggio se encuentra en la letra C y no en la K. Te limitarás
a sonreír e irás a buscarlo tú mismo.
No parece
sino que es indispensable el dudoso garrote y el temor a ser despedido el
sábado más próximo, para retener a muchos empleados en sus puestos. Cuando se
solicita un taquígrafo, de cada diez que ofrezcan sus servicios, nueve no
sabrán escribir con ortografía y algunos de ellos considerarán este
conocimiento como muy secundario.
¿Podrá
tal persona redactar una carta a García?
- ¿Ve usted este tenedor de libros?
--me decía el administrador de una gran fábrica.
- Si, ¿por qué?
- Es un gran contador, pero si le confío una
comisión, solo por casualidad la desempeñara con acierto. Siempre tendré el
temor de que en el camino se detenga en cada cantina que encuentre y cuando
llegue a la Calle Real, haya olvidado completamente lo que tenía que hacer.
¿Crees,
querido lector, que a tal hombre se le puede confiar Un Mensaje para García?
En las
últimas fechas es frecuente escuchar que se excita nuestra compasión para con
los enternecedores lamentos de los desheredados, esclavos del salario, que van
en busca de un empleo. Y esas voces a menudo van acompañadas de maldiciones
para los que están “arriba”.
Nadie
compadece al patrón que envejece antes de tiempo, por esforzarse inútilmente
para conseguir que el aprendiz chambón ejecute bien un trabajo. Ni nos ocupamos
del tiempo y paciencia que pierde en educar a sus empleados para que estén en
aptitud de realizar su trabajo, empleados que flojean en cuanto vuelve la
espalda.
En todo
almacén o fabrica se encuentran muchos zánganos, y el patrón se ve obligado a
despedir a sus empleados todos los días, pero no lo hacen porque la
probabilidad de reemplazarlos con otro holgazán es la realidad – también
impiden los reglamentos y la burocracia, los sindicatos, etc.
Esta es
invariablemente la historia que se repite en tiempos de abundancia. Pero cuando
por efecto de las circunstancias, escasea el trabajo, el jefe tiene oportunidad
de escoger cuidadosamente y de señalar la puerta a los ineptos y a los
holgazanes.
Por
propio interés, cada patrón procura conservar lo mejor que encuentra; es decir,
a aquellos que pueden llevar Un Mensaje a García.
Conozco
un individuo que se halla dotado de cualidades y aptitudes verdaderamente
sorprendentes; pero que carece de la habilidad necesaria para manejar sus propios
negocios y que es absolutamente inservible para los demás. Sufre la monomanía
de que sus jefes lo tiranizan y tratan de oprimirlo. No sabe dar órdenes, no
quiere recibirlas.
Si se le
confía Un Mensaje a García, probablemente contestaría: “llévelo usted mismo”
Actualmente
este individuo recorre las calles en busca de trabajo, sin más abrigo que un
deshilachado saco por donde el aire se cuela silbando. Nadie que lo conozca
accede a darle empleo. A la menor observación que se le hace monta en cólera y
no admite razones; sería preciso tratarlo a puntapiés, para sacar de él algún
partido.
Convengo
de buen grado en que un ser tan deforme, bajo el punto de vista moral, es digno
cuando menos de la misma compasión que nos inspira un lisiado físicamente. Pero
en medio de nuestro filantrópico enternecimiento, no debemos olvidar derramar
una lágrima por aquellos que se afanan al llevar a cabo una gran empresa; por
aquellos cuyas horas de trabajo son ilimitadas, pues para ellos no existe el
silbato; por aquellos que a toda prisa encanecen, a causa de la lucha constante
que se ven obligados a sostener contra la mugrienta indiferencia, la andrajosa
estupidez y la negra ingratitud de los empleados que, si fuera por el espíritu
emprendedor de estos hombres, se verían sin hogar y acosados por el hambre.
¿Son
demasiados severos los términos en que acabo de expresarme? Tal vez sí. Pero
cuando todo mundo ha prodigado su compasión por el proletario inepto, yo quiero
decir una palabra de simpatía hacia el hombre que ha triunfado, hacia el hombre
que, luchando con grandes obstáculos, ha sabido dirigir los esfuerzos de otros,
y después de haber vencido, se encuentran con que lo que ha hecho no vale nada;
solo la satisfacción de haber ganado su pan.
Yo mismo
he cargado el portaviandas y trabajo por el jornal diario; y también he sido
patrón de empresa, empleado “ayuda” de la misma clase a que me he referido, y
sé bien que hay argumentos por los dos lados.
La
pobreza en sí no reviste excelencia alguna. Los harapos no son recomendables ni
recomiendan por ningún motivo. No son todos los patrones rapaces y tiranos, ni
tampoco todos los pobres son virtuosos.
Admiro de
todo corazón al hombre que cumple con su deber, tanto cuando está ausente el
jefe, como cuando está presente. Y el hombre que con toda calma toma el mensaje
que se le entrega para García, sin hacer tontas preguntas, ni abrigar la aviesa
intención de arrojarlo en la primera atarjea que encuentre, o de hacer
cualquier otra cosa que no sea entregarlo, jamás encontrará cerrada la puerta,
“Ni necesitará armar huelgas para obtener un aumento de sueldo”.
Esta es
la clase de hombres que se necesitan y a la cual nada puede negarse. Son tan
escasos y tan valiosos, que ningún patrón consentiría en dejarlos ir.
A un hombre así se le necesita en
todas las ciudades, pueblos y aldeas, en todas las oficinas, talleres, fábricas
y almacenes. El mundo entero clama por él, se necesita… Urge el hombre que
pueda llevar ¡un mensaje a García!